Juan representaba al estereotipo de esta noble raza. Según parece era de
corta estatura, de afable naturaleza y carácter reservado. Peculiarmente
entre sus virtudes, dintinguíanse su paciencia y humildad. Ya curtido en
edad se dedicó a tejer petates con la caña que recolectaba en lagos cercanos
y en su continua lucha por sobrevivir solía también ocuparse con
largueza en cualquier trabajo que le solicitara su pacífica y serena comunidad.
Al enviudar,Juan Diego se mudó a cuidar de un tío enfermo. Este familiar,
llamado Juan Bernardino, aparte de ser una reconfortante compañía,también
vivía mucho más cerca del convento franciscano de Santiago de Tlatelolco, donde
Juan Diego, luego de una larga caminata,cada mañana asistía a misa en forma puntual.
La tradición nos revela que en la mañana del sábado 9 de diciembre de 1531, para la fiesta
de la Concepción Inmaculada de María, antes de entonar el amanecer se preparó a marcharse
Juan y dejando su casa durante la madrugada fría, justo a mitad de camino escuchó una dulce
romanza proveniente del ápice de uno de los cerros que le forzó a frenar. Pero luego continuó
diligente rumbo a la iglesia por el escarpado paisaje, interpretando aquel fenómeno como producto
de su imaginación. Poco después, en momentos que una barba de nubes cubría el cielo maquillado
de púrpura, la quietud de la briza dió cabida a una nueva y armoniosa melodía, como cuerdas
de cien arpas endulzadas con los cantos de una variedad de aves preciosas, tales como del Coyoltototl
o el Tzinitzcán. Todo sucedió tan precipitadamente que no hubo tiempo por parte del aborigen de
exhibir algún síntoma de aprensión, aún cuando una gama de destellos multicolores iluminaron
el corazón de la etérea nube blanca posada sobre la nariz del erial. Tras el celaje enclavado en
el cerro surgió una plácida voz. María le llamaba al buen hombre, afectuosamente por su nombre:
-Juanito!... Juan Dieguito!...- y amorosamente le invitaba a ascender porque le quería hablar. Juan
miró turbado hacia la rocosa cúspide de la loma sintiéndose forzado a atender dicho llamado. Como
pudo escaló la superficie rocosa sin detenerse hasta llegar a la cima, donde aquella misteriosa voz
con timbre de alondra le insistía en platicar. E inesperadamente se encontró cara a cara con una
dama de refinada belleza, diadema de estrellas y céfiro digno de una niña reina.
Una misteriosa refulgencia emergía de su atizada vestimenta y en derredor lograba revivir la hojarasca,
los abrojos y huizaches, renovando y volviendo más nítido el color de las florecillas salvajes que
vanamente reverdecían dentro de aquel árido y polvoroso pedregal. Entonces, sí, Juan Diego tembloroso
dio varios pasos en su dirección y ante tanta belleza, reverente cayó de rodillas y se quedó en silencio
a esperar se dignara Nuestra Señora a manifestarle su voluntad.
Y al fin ella le dijo:
-Escucha hijo mío! El más pequeño, Juanito. A dónde te diriges?
A lo cual, él respondió:
-Reina mía! A tu venerable casa de Tlatelolco para seguir las cosas de Dios. Sí muchachita mía! Si tú
me lo permites llegaré allá-. Y dulcemente, con su compasiva mirada que no perdía de vista a Juan sentenció:
-Escucha hijo mío! El más pequeño, Juanito.
-- Ten por cierto que yo soy la Madre del verdadero Dios y mantén lo que te digo, porque mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada, a donde puedan acudir quienes me buscan y creen en mí, desde allí les escucharé, calmaré sus llantos y todos sus pesares podré remendar. Para cumplir todo esto de mi agrado te pido Juan Dieguito, ve hasta el palacio del obispo en México y cuanto has oído le contarás-.
Así que Juanito, su humilde y fiel servidor, luego de despedirse se puso de pie y empeñado en cumplir con la venerable
solicitud de Nuestra Señora, encaró rumbo a la calzada con el fin de dar en la ciudad. Le iban pululando por la cabecita los más enervados pensamientos, tratando de imaginar la reacción del prelado ante petición tal, porque de seguro no sería fácil convencer al máximo jerarca de la Iglesia: que la Madre de Dios se le había presentado en su forma original. Y así, absorto en sus calamidades, al fin llegó.
Cuanto entró Juanito se arrodilló y allí postrado le confirió el santísimo aliento de la reina celestial, el cual pretendía le levantaran su templo en el llano aquel, sobre la loma del Tepeyac.
El obispo frunció el ceño, pues era inaudito que un indio recién convertido, le pidiera un santuario católico justo ahí (donde había existido por siglos el famoso adoratorio dedicado a la diosa Coatlicue Tonantzin) mas escudriñando la catadura curtida y sobria de aquel humilde aborigen, no pudo dejar de impresionarse por la elocuencia del relato, pues aunque por medio de su intérprete le hizo muchas preguntas, obtuvo siempre una clara y convincente respuesta. Pero, por razones lógicas dudaba enormemente que Juan Diego le estuviera diciendo la verdad. De este modo lo despachó con respeto y cordialidad, pero sin darle demasiado crédito a sus palabras y con la promesa de una nueva cita, luego de tomarse el tiempo para reflexionar. Así que otra vez era escoltado Juanito hasta la calle por los sirvientes, y éstos a su vez pasaban a costa suyas un buen rato, jugándole todo tipo de burlas y explayándose (el tiempo que les quedaba de trabajo) con el pobre de Juan, quien para atender este envío de la Madre de Dios había pasado la mayor parte del tiempo sin probar bocado, pero como es el modo de ser de esta gente, guardó su sufrimiento, no torció ni desvió su camino y fue directo a encontrarse con la Señora del Tepeyac.
Triste y apesadumbrado llegaba Juan a arrodillarse ante su ama y con la natural cadencia de la exquisita lengua Náhuatl disculpábase así:
-Patroncita, mi chiquita!... Ya fui donde me mandaste y le expuse lo que me dijiste al máximo gobernante sacerdote y aunque amablemente me recibió y escuchó, me respondió: "Otra vez vendrás y con calma escucharé bien, desde el comienzo, cuál es tu deseo y tu voluntad". Por eso, mucho te suplico señora mía. Por favor dispénsame! Iré a caer en tu disgusto mi niña! Te pido que envíes a un noble con el obispo, a alguien respetado la próxima vez, para que lleve tu venerable palabra, que a alguno de ellos sí le creerá.
-Ten por cierto que no son escasos mis mensajeros y servidores!- Respondió convincentemente la sublime Madre de Dios, siempre cariñosa para con sus devotos. Y brindándole a su hijo predilecto un elegante racimo de dulces explicaciones le hizo entender que debía volver al día siguiente para reiterarle su santísimo encargo a la autoridad eclesial. Por ello este noble súbdito, con su habitual paciencia le confirió a la eternamente agraciada:
-Señora mía, que no angustie yo con pena tu rostro. En verdad con todo gusto iré a poner en obra tu venerable voluntad.
Ahora me despido de ti niña mía, descansa más otro poquito-. Y así solicitó de manera dócil el permiso a Nuestra Señora, cuando claramente era él el fatigado y quien se quería retirar a descansar.
Al día siguiente, el Domingo 10 de Diciembre, Juan se preparó desde muy temprano y salió directo para Tlatelolco a oír la misa y a eso de las diez de la mañana llegó al palacio del señor obispo, donde los sirvientes del prelado otra vez le hicieron las mil y una para que no regresara ya más. Pero la tenacidad de Juan le ayudó a resistir y su paciencia le llevó otra vez delante del ministro de la Iglesia, el cual fue muy prudente y ni siquiera se conmovió con el bochornoso llanto de Juan. En cambio sí le impuso un riguroso examen con muchas preguntas y además exigió le fuera enviado por parte de la Reina del Cielo, alguna señal. Una vez en el cerrito, Juan Dieguito, con santa predisposición, le relató a la hermosa dama la respuesta que traía de parte del señor obispo y ésta a su vez le dispensaba por su labor diciéndole:
-Ahora ve hijo mío a descansar, que mañana aquí te aguardo con la evidencia que convenza al prelado y con eso verás que ya no dudará.-
Esa noche Juan Diego llegó a su casa con ánimo de reposar, pero allí encontró a su tío Juan Bernardino afectado por el agravamiento de su enfermedad terminal. Por eso el día Lunes no pudo asistir ante la Reina del Cielo como había acordado, pues se la pasó de mañanita buscando para su querido tío un doctor, pero al parecer ya no había mucho por hacer, pues le confirmaron los médicos que el anciano estaba al punto de expirar.
Y nos confirma esta bendita alegoría que en la madrugada siguiente, sobresaltado despertó alucinando Juan Bernardino y le rogó a su sobrino fuera a Tlatelolco por alguno de los sacerdotes para que le preparasen en su hora final. Entonces, fue en aquella madrugada del Martes 12 de Diciembre, cuando Juan Diego salió en busca de sus doctrineros intentando desviar el camino del Tepeyac, tal vez creyendo así poder evadir a la dulce Señora, mas a un lado del cerro le vino a atajar sus pasos Nuestra Señora y conociendo la respuesta preguntó a Juan: -Qué pasa querido hijo? A dónde vas?- A lo que Juan Diego confesó: - Con pena angustiaré tu corazón, reina mía! Iba con toda prisa a tu venerable casa de Tlatelolco a buscar un padrecito. Porque te hago saber que está muy grave un servidor tuyo y tío mío, a quien le ha asentado una terrible enfermedad. Perdóname, tenme todavía un poco de paciencia!- Lisa y llanamente trataba de excusarse Juan -Pero mañana volveré sin falta- concluyó -y el recado que tú me des, a donde tú me pidas, con mucho gusto mi reina, iré a llevar.
No faltaban explicaciones, pues La Reina del Cielo, bien sabía que a Juan ningún interés egoísta le impedía cumplir su voluntad. Por eso compasivamente le dijo tras de oír sus palabras:
-No se perturbe tu corazón. No le temas a la enfermedad! Acaso no estoy yo aquí? Que soy la fuente de tu alegría, así como la luz de tu mirar. Entonces qué temes? Si estas resguardado a la sombra de mi celo maternal. No te aflija el padecimiento de tu tío, que por cierto ya he remediado y por su causa te aseguro que al menos hoy no morirá. Ahora; sube tú, el más querido de mis hijos, al cerrito. Allí donde me viste por primera vez, que hallarás extendida una colorida estepa regada de flores. Hijo mío, córtalas y trae ante mí cuantas puedas recoger de la cima del Tepeyac-.
Y sin dudar Juan Dieguito escaló hasta la cima, aunque sabiendo que aquella no era época en que brotaran renuevos de ningún follaje, pues la gélida escarcha quemaba todo pastizal. Mas cuando llegó a la cima quedó admirado con el portento de Nuestra Señora; pues había transformado en un precioso vergel, regado de hermosas flores variadas y frescas, aún atizadas por alegres gotitas de rocío, todo aquel árido risco que sólo mezquites y cardos solía dar. Entonces, animoso amarró su tilma con un nudo al cuello y al asir los extremos inferiores con ambas manos, ésta cayó sobre su pecho extendido, formando una especie de bolsa, en donde luego echó cuanto retoño en flor hubiera por cortar. Lo más rápido que pudo descendió a postrarse a los pies de La Madre Celestial, quien haciendo un gentil visaje con su piadoso semblante y a modo de bendición acomodó complacida los pétalos rebosantes por fuera de la tilma blanquecina de Juan. Y le delegó por última vez:
-Mucho te ordeno mi querido mensajero que únicamente en presencia del obispo extiendas la tilma para mostrarle mi señal. Así, tú convencerás en su corazón al gobernante sacerdote de que levante mi casita sagrada, donde españoles, naturales y mestizos por los siglos de los siglos se regocijarán.
Y, ni bien La Reina del Cielo le terminó de impartir su mandato, salió con rumbo a la calzada el bueno de Juan, con su corazón lleno de júbilo, vigilante de no perder un solo pétalo de flor, escudriñando de tanto en tanto aquella sutil encomienda (elogio encarnado del misterio que yace en María y en su cuerpecito virginal). Cuando llegó al palacio del obispo le salió a encontrar el portero, y si bien era distinto a quienes le trajeron tantos problemas en las últimas veces, igual estaba enterado del desarrollo de los acontecimientos y simplemente se negó a dejarle entrar. Pero, luego de ver que Juan Diego por mucho rato se quedó allí enfrente, de pie, cabizbajo y sin hacer otra cosa que esperar, salieron un grupo de sirvientes a ver lo que llevaba oculto en el hueco de su tilma, creyendo poder satisfacer así su curiosidad. Y Juan que no era un hombre violento, cuando advirtió que no lograría disimular el sagrado encargo, decidió rasgar delicadamente el regazo de su tilma, antes que le intenten forzar. Al ver esta singular rareza que excedía en fragancia y colorido todo prodigio terrenal, se sintieron atraídos a querer coger algunas, mas resultaba que de ningún modo podían sacarlas, pues cuando intentaban tomarlas con sus manos desaparecían, como si fueran una ilusión o un espejismo, y aunque fueron tres las veces que osaron echarle manos no lo pudieron lograr.
Inmediatamente corrieron a llamar al obispo, quien solo con escuchar lo ocurrido, supo en su corazón que aquella era la señal, y por lo tanto, que todo lo que afanosamente le encomendaba aquel cenceño hombrecito de tez cobrizo era verdad. Entonces el sumo sacerdote ordenó que pasara a Juan Diego, quien habiendo recién entrado se postró en su presencia y como en las otras oportunidades inició su candoroso relato con todos los detalles de los últimos acontecimientos, recalcando lo asombroso de ver surtido de flores aquel lugar árido y salitroso, en tiempo invernal. Y ansioso de querer dar la noticia, sin dilatar más la sorpresa concluyó así Juan Dieguito sus sinceras razones:
Esta es la prueba, que la Madre de Dios es quien desea que usted mi señor, le contente su rostro elevándole una casita sagrada en el cerro del Tepeyac!-
Así, hincado, soltó entonces el atadijo que traía sosteniendo con ambas manos, dejando caer la tilma sobre su lozano cuello hasta el piso, para servir de alfombra al más colorido y fragante enjambrillo de flores, el cual con su opíparo perfume embriagó sutilmente todas las habitaciones, cantos y cornijales del adusto palacio mayoral.
Pero hubo más, para sorpresa de los presentes y también de Juan, por divina misericordia había dispuesto La Soberana Reina del Cielo, esbozar su regia figura sobre aquella frágil porción de tilma, en donde posaba el arreglo floral. Así nacía la prodigiosa advocación morena del Tepeyac, radiante cual el mismito sol. Serena, como una nube del cielo, pendiendo con su Luna y sus estrellas de aquel místico cendal.
Pronto se encontraron tanto el obispo como los ministros, sirvientes y celadores, postrados de rodillas frente a Juan. + info